El sueño es un índice de integridad funcional y pese a que es parte esencial de la vida, no lo cuidamos; es necesario considerar que, si está bien, yo también lo estaré, afirma Pilar Durán Hernández, neurobióloga de la Facultad de Ciencias (FC) de la UNAM.
El de calidad es uno de los pilares de la salud, junto con dieta equilibrada y actividad física regular. Las personas que duermen sin interrupciones presentan tasas más bajas de hipertensión, diabetes, obesidad y otras enfermedades crónicas. “Se trata del binomio sueño-salud y lo que le pase al sueño, afecta a nuestro organismo”, subraya.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, 40 por ciento de la población global, en promedio, duerme mal y sufre algún tipo de trastorno como apneas, síndrome de piernas inquietas o sonambulismo; sin embargo, menos de 20 por ciento de quienes los padecen son diagnosticadas y tratadas correctamente.
La investigadora universitaria precisa al respecto que la ayuda médica que requieren debe estar a cargo de grupos multidisciplinarios integrados por psicólogos, psiquiatras, neurólogos, entre otros, que contribuyan a mejorar la calidad de vida de los pacientes que sufren patologías en la materia.
Este periodo de descanso tiene un rol fundamental en la buena salud y el bienestar a lo largo de la vida. Además de ser un gran placer, llevarlo a cabo entre siete y ocho horas diarias, según los requerimientos por edad, tiene efectos positivos en nuestro organismo: durante este proceso fisiológico el cerebro permanece activo y se generan cambios hormonales, metabólicos, térmicos, cerebrales y bioquímicos, además de funciones biológicas que prolongan la existencia.
Pilar Durán puntualiza que los recién nacidos –incluso en el vientre materno, en el último tercio de la gestación– lo hacen durante prácticamente 50 por ciento del tiempo, y de ese lapso la mitad representa el sueño reparador (sueño profundo), lo que ayuda a madurar su sistema nervioso. El otro 50 por ciento lo realizamos en el llamado sueño MOR o de las ensoñaciones, involucrado en la conectividad de los circuitos neurales.
Conforme los seres humanos maduramos disminuye esta necesidad. Por ejemplo, los adolescentes requieren entre siete y nueve horas, “es importante que ellos tengan también el pico de una siesta, por los cambios hormonales que experimentan en esa etapa de la vida y por la necesidad de reponer proteínas y otros metabolitos”.
En la edad adulta se reduce, pero debe ser de manera efectiva, “soñamos mucho menos, pero nuestro sueño reparador, la fase más profunda, tiene que ser eficaz para sintetizar todo aquello que perdimos durante la vigilia previa y nos permita regular lo que viene al siguiente día”.
En tanto, las personas mayores registran en la ontogenia del sueño una fragmentación de la distribución temporal, pero no homeostática, es decir, duermen entre cinco y siete horas de manera fragmentada: en el día unas horas, otras por la tarde, y un tiempo más durante la noche. Si los contabilizamos, en realidad cubrieron sus necesidades, aunque no de manera corrida.